miércoles, 15 de julio de 2009

El masajista

Es verano. Debo tener como 15 años.
Son las 5 de la tarde más o menos.
Vamos a ir a la playa.
Pero antes, el ritual de todas las tardes.
Quedamos en mi casa. Mi prima, mi amiga la sevillana y yo.
Nos asomamos a la ventana de la habitación. Detrás hay un chalet. Por las mañanas dan clases de recuperación para la gente que les han quedado asignaturas para septiembre. Por las tardes, en el jardín, se desarrolla un show mucho más interesante. El hijo de la familia y otros dos chicos que viven en su casa (aunque no sabemos qué relación les une) se ponen en el jardín a hacer pesas. Pesas caseras porque es un palo de escoba con una garrafa de agua en cada extremo.
A la sevillana le gusta el de la casa. A mi prima el moreno. A mí el otro, el castaño.
Nos alegramos la vista 5 o 10 minutos. Y nos vamos a la playa.
Nos sacan unos cuantos años, los suficientes como para que seamos unas niñas para su gusto. Así que de camino a la playa nos acompaña el regustillo amargo de saber que son inalcanzables mezclado con las imágenes de sus cuerpos brillantes por el sudor con todos los músculos en tensión.



10 años después, más o menos. Es invierno. Madrid.
Estoy echada en una cama que no es la mía, con el masajista, con mi masajista.
Le conocí por esas casualidades del azar que te brinda la vida mezcladas con la suerte que suelo tener.
La sábana nos cubre hasta la cintura, acabamos de hacer demasiado ejercicio como para tener frío.
Nunca he conocido a alguien que le gustara tanto dar placer. No me deja hacer nada. Sólo se dedica a darme placer durante horas. Y sólo cuando me ha hecho explotar de placer varias veces, me deja devolverle al menos una parte del placer recibido.
Llevamos una temporada quedando. Trayectos en moto por Madrid hasta su piso, noches locas en la consulta donde da masajes, miles de caricias, de besos, su cuerpo fibroso, como esculpido por un artista, perfecto en proporciones. Sus ojos negros haciendo contraste con su pelo castaño. Sus manos suaves pero firmes, con unos dedos que siempre encontraban el camino al placer, daba igual dónde se dirigieran. Y ese olor, tan suyo, tan limpio.
Nos ponemos a hablar, mientras fumo un cigarro. Él se fuma un peta. No sé por qué, sale el tema del verano.
- Yo veraneo siempre en xxx - digo.
- No jodas! Yo iba todos los veranos porque mi tío tiene allí un chalet.
- En serio? Qué fuerte! Y mira que no haber coincidido antes....!
- Dónde está tu apartamento? - me pregunta.
- Está en la zona del centro...donde tal...
- Joder! Pues mi primo tiene un chalet justo en esa calle...uno donde daban clases de recuperación.
- Jajajaja. Ya sé cuál es. Uno que se ponían unos tíos a hacer pesas por las tardes. No me digas que eras tú.
- Sí, éramos mi primo, mi hermano y yo.

O sea que él era el castaño. El que me ponía a mí.

Así que deduzco varias cosas:

- donde pongo el ojo...pongo la bala
- tengo buena intuición...
- tengo una puta suerte que no me lo creo...porque en vez de conocerle entonces, que no se hubiera fijado en mí quizá, le conocí con unos años más y cuando ya era masajista y le encantaba practicar conmigo...

6 comentarios:

  1. Que casualidad tan buena...
    Que buena suerte...

    Un beso enorme

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  2. Venga ya, no puedes tener tanta suerte y eso que ya conozco de primera mano parte de esa suerte, pero no, que va. Encima el mismo tío.

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  3. Te he contrado de repente y me voy a quedar! Besos!

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  4. Seguro que no es porque le tenias totalmente controlado al muchacho? si,si, vigiladito y esperando a tenerle a punto... acechando a la presa!

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  5. Mónica...
    sí, la verdad es que tuve suerte

    Hijoeputa...
    pues aunque suene alucinante, es verdad

    Tacones rojos...
    quédate el tiempo que quieras. Siempre serás bienvenida

    CNLS...
    yo no acecho, suelo esperar a que mi buena suerte me sirva las ocasiones en bandeja

    Manolo Blog...
    con esta vista creo que no voy a necesitar nunca gafas

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